Por: Cicerón Flórez Moya
Es reiterativo en Colombia la referencia que se hace de hechos decididos por la justicia con beneficio para los implicados. O de la complicidad en que se incurre con respecto a casos que lesionan los recursos públicos para favorecer a privilegiados de alto rango social o con poder económico.
Las denuncias por corrupción son frecuentes y desde la esfera oficial se dice que se “se llegará hasta las últimas consecuencias”. Finalmente, no pasa nada o pasa muy poco. Los procedimientos calculados para minimizar las culpas funcionan con exactitud y los protagonistas de actos punibles quedan a salvo.
El Congreso, que debiera ser una institución en función de garantizar el control político a los servidores públicos o de quienes tienen relación con las instancias oficiales, ha caído en una parcialidad de apoyo a cambio de burocracia clientelista y otros beneficios de utilidad que se pactan como política de gobernabilidad. Entonces se forma una mayoría que le hace el juego a los actos ilícitos. Por eso no prosperan las mociones de censura y los funcionarios acusados de graves faltas salen laureados.
La Comisión de Acusaciones de la Cámara es una muestra vergonzosa de la falta de rigor del Congreso en su función de contribuir al cumplimiento de la norma constitucional, según la cual “Colombia es un Estado Social de Derecho”.
Son varios los episodios de complicidad oficial con los responsables de acciones que han afectado el patrimonio de los colombianos. Todo eso alimenta la impunidad, con la degradación de la justicia. Y no sobreviene ninguna operación de reparación o de reposición de lo que abusivamente se llevan los operadores de la picardía.
Sin embargo, la propaganda oficial es abundante en el maquillaje de la falsedad, sin ninguna consideración por lo que constituye patrimonio común.
El más reciente escándalo de corrupción en Colombia es el que tiene contra las cuerdas a la ministra de las tecnologías de la información y las comunicaciones, Karen Abudinen. Hay evidencias de las ligerezas cometidas en la contratación con la Unión Temporal Centros Poblados y el pago de un anticipo de $70.000 millones que le entregaron a pesar de las inconsistencias que eran conocidas. Con todo, el presidente Iván Duque se da la pela por la ministra y en el Congreso la coalición oficialista está lista para impartir la absolución sin tomar en cuenta la descomposición que hay en todo ese entramado.
Está bien el debido proceso, la presunción de inocencia y todas las garantías a que tiene derecho un acusado, pero cuando las evidencias revelan tanto, la complicidad se convierte en otra trampa articulada al delito.
Todas esas marrullas debilitan la democracia y ponen al Estado colombiano en una fragilidad de gravedad inocultable. Por eso se necesita salir de esta turbulencia de las complicidades, que alimentan la impunidad y la corrupción.
Puntada
Seguirán los actos conmemorativos del Bicentenario de la Constitución de Colombia y conviene tomarlos en cuenta. Se trata del reconocimiento de un patrimonio histórico.
LA CEGUERA COMPLACIENTE
La sabiduría popular tiene una sentencia de constante confirmación, según la cual “No hay peor ciego que el que no quiera ver”. Tiene comprobación en la conducta permisiva de los servidores públicos en las más altas instancias de poder respecto a hechos de gravedad inocultable y de impacto negativo generalizado.
Esa ceguera es arraigada entre los fanáticos de cualquier vertiente existencial y los complacientes con la corrupción. No querer ver es aferrarse a la negación de hechos que no admiten ocultamiento o distracción y que deben llevar a correctivos inmediatos, tomando en cuenta a sus protagonistas, así no los cobije todavía una sanción judicial. No desestimar las evidencias es lo consecuente con la prevención, sin que sea subestimación o rechazo a la presunción de inocencia.
Muchas veces por omitir una acción correctiva se le abre ancho camino al delito. Es una especie de complacencia con los actores del ilícito denunciado.
La reciente elección del presidente del Senado y la presidenta de la Cámara de Representantes ilustra la ceguera impuesta por la politiquería. Los dos tienen cuestionamientos que alcanzan para descalificarlos. Lo cual debió tomarse en cuenta. Pero se impuso la férula del poder en contra de los méritos que debieron prevalecer en la provisión de cargos tan representativos de la llamada institucionalidad.
Por esa ceguera el Gobierno le propuso al Congreso una reforma tributaria recargada de contribuciones fiscales a los sectores con ingresos apenas básicos. Era inconveniente en toda su estructura, pero había afán de imponerla. Se cayó finalmente por el rechazo colectivo. Sin que pasara la prueba causó efectos borrascosos.
Con ceguera también se ha pretendido desmontar el acuerdo de paz entre el Estado colombiano y las Farc, liderado por Juan Manuel Santos en su mandato presidencial. Ese empeño es contra la paz y busca cerrarles el paso a los desarrollos políticos encaminados a fortalecer la democracia y erradicar los factores que alimentan la desigualdad social.
La negativa del Gobierno a reconocer los excesos de la Fuerza Pública contra las manifestaciones de protesta social mediante la represión violenta con armas oficiales, es otro acto de ceguera. No son pocas las víctimas de ese extremismo, con el cual se reproduce un autoritarismo de graves implicaciones. Es violencia del Estado contra la población civil que reclama sus derechos y busca cambios.
Por esa insistencia en no reconocer los desatinos en que incurren los servidores públicos se llegó al escandaloso entramado en el Ministerio de la Tecnologías de la Información y las Comunicaciones. Contra toda evidencia se ha querido presentar ese hecho de corrupción como ajeno a quienes aprobaron los contratos y facilitaron las trampas para consumar la picardía. Una ceguera nociva, pero con el suficiente cálculo para defraudar los recursos públicos. Una ceguera para millonarias utilidades.
Puntada
La muerte de Antonio Caballero es una resta lamentable al periodismo de opinión en Colombia. Fue un escritor de primera línea, en cuanto al rigor de lo que decía y lo hacía con estética del lenguaje, claridad, veracidad, libertad y convicción.

Cicerón Flórez Moya
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