Por: Victoria Sandino*
Como mujer negra, caribeña, ex guerrillera y feminista aspiro a contribuir con perspectivas de análisis y transformación de la realidad de las llamadas “minorías” y las poblaciones históricamente excluidas de nuestro país.
El proceso constituyente de 1991 forjó un marco constitucional que reconoce a Colombia como país diverso, pluriétnico y multicultural, al tiempo que consagró una amplia carta de derechos y libertades ciudadanas. Durante estas 3 décadas los movimientos sociales y la ciudadanía en general han luchado por la conquista y el goce efectivo de estas garantías constitucionales. Así mismo, la Corte Constitucional ha cumplido una loable labor en la realización de estos derechos.
Sin embargo, la discriminación estructural que pesa sobre los pueblos étnicos, las mujeres, la población LGTBIQ, las personas en condición de discapacidad, el campesinado y la oposición política, no se supera con el reconocimiento formal de éstos como poblaciones de protección diferencial. El Estado colombiano sigue en deuda con transformaciones institucionales y cambios materiales en las condiciones de vida de estos grupos sociales para lograr su real inclusión.
Las comunidades negras, afrocolombianas, raizales y palenqueras que ganaron su reconocimiento con la Ley 70 de 1993, siguen hoy esperando su reglamentación y pleno cumplimiento, mientras son victimas de racismo estructural, etnocidio, miseria y de la más cruda violencia en sus territorios.
Pese a que los movimientos feministas y de mujeres han impulsado y logrado la expedición de leyes como la 1257 de 2008 de prevención y sanción de la violencia contra las mujeres o la 1761 de 2015 que tipifica el delito de feminicidio, esto no se traduce en cambios reales en la vida de las mujeres colombianas. Persisten los prejuicios y estereotipos de funcionarios y funcionarias que en muchas oportunidades revictimizan y ejercen violencia institucional, la presencia de las entidades competentes en las zonas rurales y rurales dispersas es escasa o prácticamente inexistente, así como los enfoques diferenciados. Las medidas para las mujeres en proceso de reincorporación pese a los esfuerzos autónomos que hemos realizado, siguen reforzando los roles tradicionales y obligándonos a la reclandestinización.
Las políticas de cuidado son precarias por no decir inexistentes y no logran transformar la desigual carga de trabajo de cuidado que históricamente ha recaído sobre las mujeres. No en vano Colombia padece alarmantes índices de feminización de la pobreza, escasa participación y representatividad política, violencias, feminicidios. Según el Observatorio Feminicidios Colombia en 2020 se reportaron 630 feminicidios y en lo que va corrido de 2021 la cuenta va en 18.
Las “minorías” políticas, los líderes sociales, defensores y defensoras de derechos humanos logramos la aprobación del Estatuto de la Oposición gracias al Acuerdo de Paz de La Habana. No obstante, somos víctimas de violencia sistemática, exclusión política, estigmatización. Está en curso un genocidio contra firmantes de la paz y una masacre contra los movimientos sociales.
La institucionalidad sigue trabajando en una lógica de guerra sin tener en cuenta las múltiples causas de la violencia. Su presencia en los territorios es primordialmente militar; hoy brillan por su ausencia instituciones que garanticen educación, salud y trabajo. Esto es lo que ha desarrollado una nueva conflictividad que ha apagado las esperanzas de miles de colombianos y colombianas. El Acuerdo de Paz se propone cambiar esta realidad, que por ahora persiste debido a la falta de implementación integral y efectiva de la reforma rural pactada.
Se hace evidente que los avances en materia de reconocimiento de derechos no han sido suficientes para romper con siglos de exclusión. En buena medida, las dificultades que permanecen se deben a los cierres democráticos que se mantienen en la configuración del Estado colombiano y su institucionalidad. Remover estos cierres implica la ampliación del pacto social para propiciar un proceso de democratización en todos los niveles: político, económico, social y cultural, que permita reflejar la diversidad de la nación colombiana. El Acuerdo de Paz es una contribución fundamental para esta apuesta. Allí contemplamos la transformación del campo colombiano, la apertura democrática y la reparación integral a las víctimas como ruta para cambiar las exclusiones que dieron origen al conflicto y pasar la página de la guerra. En medio de la actual crisis de la implementación del Acuerdo de Paz sería de gran valor para los sectores excluidos del país que se mantenga y fortalezca una interpretación expansiva sobre los derechos contemplados en el Acuerdo.
No podemos olvidar que las “minorías” y poblaciones discriminadas somos, en realidad, las amplias mayorías de nuestro país. Si la institucionalidad tiene la voluntad política de visibilizar y la proteger a las comunidades vulnerables, deberían abrir las condiciones para que esas comunidades lleguen a espacios de decisión.
Colombia está compuesta por mujeres, indígenas, afros, campesinos y campesinas, personas de la provincia, esa es la representación que queremos ver en la institucionalidad, en la toma de decisiones, para pasar de ser objetos de políticas públicas a verdaderas personas sujetas de derechos.
*Victoria Sandino Simanca Herrera / Senadora de la República y firmante del Acuerdo de paz