Por Rachel Pereda Puñales
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Con él descubrí “el bulevar de los sueños rotos”, me hice amiga del “pirata cojo”, escuché La canción más hermosa del mundo y comprendí que “los amores que matan nunca mueren”.
Su voz muy particular, su modo auténtico de convertir las palabras en metáforas, las rimas hechas canciones y esa guitarra milagrosa que me ha robado más de un mes de abril, me enseñaron que quien le tiene miedo a la vida necesita Pastillas para no soñar, Más de cien mentiras para evitar llegar a la Calle Melancolía y un Tiramisú de limón para ahogar las penas, aunque si le cuentas su vida, “lo niega todo”.
Lo cierto es que su música representa una combinación perfecta de Vinagre y rosas, y más allá de los acuarios que encierran los Peces de ciudad, Nos sobran los motivos para hablar de Joaquín Sabina. Nacido en Úbeda el 12 de febrero de 1949, fue el hijo menor de una dueña de casa y de un policía que recibió la orden de arrestarlo cuando tenía 19 años, por ser comunista en la España de Franco.
Por aquel entonces, estudiaba Filología Románica en Granada, leía con devoción a César Vallejo, al punto que llegó a decir “me lo sé de memoria, los poemas enteros” e imaginaba su futuro como profesor de literatura en colegios de provincia.
No obstante, el destino le tenía preparado otros caminos que le llevaron a adentrarse en la música. Y así comenzó la lucha incansable del cantautor español con los versos más furtivos, las noches de bares, las torres de marfil y las musas con várices.
Cuando en 2001 sufrió un infarto cerebral, la parca intentó tocar su réquiem y demostrar que somos aves de paso, pero Sabina le ganó a la depresión, al fantasma de un retiro temporal y retomó su carrera.
A los 68 años es uno de los artistas más respetados de las últimas décadas, con millones de discos vendidos, libros publicados y giras de conciertos repletos de un público en el que convergen distintas generaciones para hacer coro a las letras más auténticas.
En este constante “subir y bajar de las nubes”, llegó en 2017 Lo niego todo, tras siete años de silencio y como un testamento colmado de confesiones con sabor a sarcasmo.
“Hacía mucho que no sentía este entusiasmo”, expresó el músico. “No solo no me da vergüenza escucharlas, sino que estoy muy orgulloso de compartirlas”, añadió al referirse a las canciones de su álbum más reciente.
Temas como Quién más, quién menos; No tan deprisa; Lágrimas de mármol; Sin pena ni gloria, y Postdata nos acercan a ese tono intimista y personal del disco.
“Ha sido divertido hurgar por dentro en las verdades, en las mentiras, en los excesos de esa caricatura que se ha hecho de mí y que no tiene tanto que ver con quien soy ahora”, aseguró en una entrevista.
Para el propio Sabina, Lo niego todo es un tipo vomitando delante de su propio espejo, sacándole la lengua. “Yo no le tengo miedo al espejo, sino a lo que refleja a veces, le tengo miedo a la decrepitud, a depender de otros. A la vida no le tengo miedo, me gusta mucho”.
De igual modo, confesó que “a nivel musical lo mejor que me ha pasado es escuchar que los mariachis toquen mis letras, pues para un músico lo más valioso es tener la sensación de que su canción le ha dejado de pertenecer”
Más allá de los estereotipos, las paradojas y las palabras precisas, Sabina vuelve a la carga con este álbum, el decimoséptimo de estudio, que fue el más vendido en 2017 en España.
Con él también entendí que a veces la vida se presenta como “una resaca larga”, y recorrí una “sórdida pensión de Leningrado” para encontrarme con que Las noches de domingo acaban mal.
Y otra vez me remonto a ese inventario de Malas compañías, a ese Diario de un peatón que nos obliga a montar la Ruleta rusa siendo juez y parte de las letras “sabinianas”, que continuarán negándolo todo, en este viaje musical repleto de… puntos suspensivos.
(Tomado de Orbe)